
El Real Zaragoza perdió ante el Albacete en el Carlos Belmonte (1-0) en un duelo extraño, decidido en un penalti ficticio de Vigaray sobre Manu Fuster, una dolorosa invención del colegiado Ávalos Barrera. El mismo Fuster lo marcó, como quien acepta de buen grado un regalo que no era para él. La reacción del equipo aragonés llegó en los minutos finales, en busca de un empate frustrado por la madera.
La racha del Zaragoza a domicilio le lleva de nuevo al precipicio, incapaz de vencer todavía fuera de su estadio, solo correspondido por la alineación indebida del Alcorcón y por el empate en Cartagena.
El partido empezó a todo trapo. Sin dueño. Albacete y Zaragoza pensaron en las áreas y llegaron a despreciar el juego. Mientras Vigaray buscaba el remate del Toro Fernández, Francés sacaba un gol sobre la línea. Francho Serrano no lograba dirigir un balón descolgado por Nieto y Zozulia probaba desde la distancia a Cristián Álvarez. Entre tanto, los dos equipos abusaron de las diagonales, del fútbol de segunda, prescindiendo de la elaboración, en busca de los atajos de este juego. Bermejo miraba al cielo y Alvaro Peña no encontraba su sitio en el partido.
El Zaragoza se precipitó en el primer tramo, creyó solo en el pase largo, pensó en acabar antes que en iniciarlo todo. Como si su fútbol fuera siempre el todo o la nada y no entendiera de estaciones intermedias. Cuando el partido se atemperó y los dos equipos salieron del pequeño manicomio en el que andaban metidos, Ávalos Barrera decidió que había sido demasiado discreto en el encuentro. Vigaray llegó antes a su duelo con Manu Fuster, que ensayaba una chilena en el camino. La plancha del lateral le ganó la partida al remate del extremo, pero el colegiado vio penalti en esa simple disputa. No importó la corrección del VAR, porque ni siquiera la revisión le hizo cambiar su veredicto. “Está decidido”, se le oyó decir entonces. Marcó Fuster y su gol cambió para siempre el partido.
Los minutos que siguieron al tanto del Albacete le otorgaron más protagonismo al colegiado, que no contempló como falta una caída de Zanimacchia y que le perdonó la expulsión a Azamoum en una segunda amarilla de libro. El árbitro se sintió entonces el dueño del espectáculo, entre otras cosas, porque estaba siendo el intérprete esencial del encuentro. Man of the match.
El Zaragoza lo intentó al filo del descanso, sin demasiado éxito, por alto y por bajo. Narváez mandó a las nubes su volea y el descanso enfrió la respuesta de los de Juan Ignacio Martínez. En la segunda parte, el Albacete guardó la ropa y el Zaragoza solo amenazó en el tramo final. Atascado en el pasillo central, el carrusel de cambios convirtió el partido en un balón al área. Allí creció el Zaragoza, con Azón como pantalla y con Narváez, de largo el mejor del Carlos Belmonte, como abanderado del peligro.
Contribuyó el colegiado, quizá marcado por sus errores del primer tiempo, que llegó a perdonar otro penalti de Vigaray y vio, esta vez sí, la expulsión Álvaro Arroyo. Poco antes había probado Zanimacchia de falta los reflejos de Tomeu Nadal. Y poco después de eso, Jair falló con todo a favor una volea desde el área pequeña. En el arreón final, el Zaragoza pudo empatar en media docena de ocasiones. Cuatro palos pueden dar fe de ello. Azón no supo definir con el muslo en un escorzo imposible. Alegría tocó el larguero en su remate. Adrián González besó la madera tras un centro de Narváez. Y el colombiano buscó el ángulo en un remate precioso, arqueado, que se estrelló, de nuevo, con el palo.
Así acabó el partido, con el no de la suerte y la desesperación de un Zaragoza que no sabe puntuar lejos de su estadio. La decisión del árbitro desquició al equipo aragonés y cambió para siempre el encuentro. Aún así, no puede esconder su responsabilidad en la derrota, entre otras cosas, porque falló más de lo que está escrito. Su respuesta en el partido llegó tarde, nunca fruto del juego y sí de la voluntad o de todas las prisas del mundo.
Tampoco así pudo empatar el Zaragoza, gafado ante la puerta, embrujado por los palos.